En algún punto de la
historia las comunidades sociales encontraron imprescindible la necesidad de
preservar en un soporte, los conocimientos
y descubrimientos importantes, pues todo ello hacía parte de su
patrimonio inmaterial, sus costumbres y su cultura.
Por lo anterior, la lectura se convirtió en un proceso
de la recuperación y aprehensión de algún tipo de información o ideas
almacenadas en un soporte y transmitidas mediante algún tipo de código,
usualmente un lenguaje que puede ser
visual o táctil.
En este orden de ideas, la lectura no es solamente una
operación intelectual abstracta: es una puesta a prueba del cuerpo, la
inscripción en el espacio, la relación consigo mismo o con los demás. Por
ejemplo, la lectura en voz alta, en su doble función de comunicar lo escrito a quienes no lo saben descifrar, pero asimismo
de fomentar ciertas formas de sociabilidad que son otras tantas figuras de lo
privado, la intimidad familiar, la convivencia mundana, la connivencia entre
cultos.
Una historia de la lectura no tiene que limitarse
únicamente a la genealogía de nuestra manera contemporánea de leer, en silencio
y con los ojos. Implica igualmente, y quizá sobre todo, la tarea de recobrar
los gestos olvidados, los hábitos desaparecidos. El reto es considerable, ya
que revela no sólo la distante rareza de prácticas antiguamente comunes, sino
también el estatuto primero y específico de textos que fueron compuestos para
lecturas que ya no son las de sus lectores de hoy.
Los ejercicios iniciales de lectura tenían base en primer lugar el
conocimiento de las letras, después de sus asociaciones silábicas y de palabras
completas; el ejercicio continuaba con una lectura realizada lentamente durante
largo tiempo, hasta que no se llegaba poco a poco a una emendata velocitas, es
decir, un considerable grado de rapidez sin incurrir en errores.
Otra novedad fue el cambio
de actitud hacia el propio acto de leer.
En la Antigüedad se insistía en la expresión
oral del texto –lectura en voz alta articulando correctamente el sentido y
los ritmos–, lo cual reflejaba el ideal del orador predominante en la cultura
antigua. La lectura en silencio tenía por objeto estudiar el 2 texto de
antemano a fin de comprenderlo adecuadamente.
En el mundo clásico, en la
Edad Media, y hasta los siglos XVI y XVII,
la lectura implícita, pero efectiva, de numerosos textos es una
oralización, y sus «lectores» son los oyentes de una voz lectora. Al estar esa
lectura dirigida al oído tanto como a la vista, el texto juega con formas y
fórmulas aptas para someter lo escrito a las exigencias propias del
«lucimiento» oral.
Es así como entendemos que leer uno o varios textos, en voz alta o
en silencio, rápidamente o descifrándolos con dificultad, en un manuscrito o en
un ordenador, equivale, cada vez, a recrear el sentido de lo escrito en función
de nuestras propias competencias y expectativas. Estas formas se adaptan al
contexto socio-histórico en el que nos encontramos, cada quien buscará efectuar
un ejercicio de la lectura de acuerdo a unas intenciones particulares;
finalmente, lo importante aquí es destacar, que casi por naturaleza así como el
hombre es un ser social, también es un ser lector.
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